Mary Harrington | June 17, 2025
Labour’s grooming gang shame. The public sector needs to be purged.
“La infamia de los laboristas en las bandas de grooming.”
El sector público debe purgarse.
Más allá del uso de la violación como arma en las guerras, es difícil pensar en algo comparable en la dimensión y la brutalidad en las “bandas de grooming asiáticas”. Ahora todos estamos desapaciblemente familiarizados con las historias de las crías que fueron violadas en grupo, traficadas, rociadas con gasolina, enjauladas, torturadas con vasos rotos, violadas con bombas anales y asesinadas en incendios provocados o por sobredosis. Algunas ni siquiera tenían 10 años.
Ignoramos cuántas crías han sido abusadas hasta la fecha. El informe Jay reveló 1400 víctimas solo en Rotherham, entre 1997 y 2013. Cuando ya han transcurrido más de diez años, se han descubierto bandas similares en más de 50 ciudades del Reino Unido: muchas permanecen activas. Incluso un cálculo comedido sobre esa base sugiere decenas, si no cientos de miles. Y desde que el escándalo se destapó, hemos tenido investigación tras investigación. Ha habido condenas, a veces de grandes grupos, pero cada juicio revela que más aún andan sueltos.
Mientras tanto, la trama seguía filtrándose en el subsuelo de la conciencia pública. Y desde que Elon Musk echó leña al fuego en enero, Starmer hizo frente a una tormenta de críticas por no conceder una nueva investigación, encomendando únicamente a la baronesa Louise Casey efectuar una auditoría de los informes existentes.
Ahora, sin embargo, la auditoría de Casey ha aportado una visión general flageladora del fiasco. Recomienda nuevas normas interdepartamentales relativas a la presentación de informes, una nueva investigación policial nacional, la recopilación de datos sobre el origen étnico de los agresores y cambios en la ley para que ya no se considere que las menores de 16 años “han consentido” relaciones sexuales con un adulto. Y que los antecedentes penales sean borrados a las víctimas que fueron condenadas por “prostitución infantil” en una situación dantesca. También recomendó una nueva investigación nacional.
La ministra del Interior, Yvette Cooper, se ha comprometido a aplicarlo todo. Como si fuera una idea de última hora, con indiferencia, también señaló que el informe identificaba casos en los que los sospechosos eran solicitantes de asilo: no cabe duda, el detalle que llevó a Starmer a apresurarse y anticiparse al temido disturbio con el anuncio de la investigación antes de la publicación del informe.
¿Será suficiente? Tal vez hace 10 años lo hubiera sido. Pero aunque Cooper hizo todo lo posible para sonar mosqueada cuando señaló que hemos “perdido más de una década” para abordar los delitos, a decir verdad, perdimos mucho más que eso. La omertá fue, y sigue siendo, bochornosa. Los periódicos dan a entender abusos que se remontan a los años 70; cuando grupos ultraderechistas alertaron a principios de los 2000, fueron objeto de burla por sus acentuaciones, acusados de incitar al odio y censurados. Cuando los de izquierdas y los moderados tomaron conciencia de ello, no les fue mucho mejor: Julie Bindel batió el primer relato de la prensa dominante hace casi 20 años, siendo tachada de racista por sus iniciativas. El desaparecido periodista del Times, Andrew Norfolk, pagó un precio profesional por investigar; las exdiputadas laboristas Ann Cryer y Sarah Champion enfrentaron evasivas y mobbing. Y durante todo ese tiempo, nuestras instituciones siguieron simulando de manera patética que todo estaba básicamente bien. ¿Por qué?
Ahora que se reconoce oficialmente, fuera de toda duda, que los agresores de forma desproporcionada son “hombres asiáticos y pakistaníes”, algunos acusan a Starmer de encubrimiento motivado por la existente dependencia del partido de la política de clanes pakistaníes de “biraderi” (sistema de castas, la red más amplia de parientes y afines a los que un individuo pertenece) para conseguir los votos en muchas circunscripciones. Tales acusaciones siguen siendo sólo eso — acusaciones. Pero de seguro hay un doble sentido donde el Partido Laborista tenía interés en que esta historia se desvaneciera.
En primer lugar, como constata el Informe Casey, los delitos son cometidos en su mayor parte por hombres de minorías étnicas, en su mayoría pakistaníes, contra crías de mayoría blanca. Y el Partido Laborista es, mucho más que cualquier otro partido, el abanderado de la “diversidad”. A este respecto, Helen Lewis explicó el problema con encomiable claridad a principios de este año: nadie en la izquierda quiere una “conversación nacional” sobre las bandas de violadores — porque muchas de las posibles soluciones de entrada son, desde esta perspectiva, inaceptables:
“¿Incluiría, entre otras cosas, la deportación masiva de migrantes, como quieren muchos de la derecha emergente de Europa? […] ¿Debería Gran Bretaña aprobar una “prohibición musulmana” o rechazar a los solicitantes de asilo de países de mayoría musulmana? Si los liberales aún se sienten incómodos con acercarse a este tema, es porque perciben que estos argumentos sumergidos están sin ser vistos.”
Segundo, no se trata sólo de relaciones raciales. También es del sector público, de que el Partido Laborista desde hace mucho tiempo se presenta como adalid. Y el grado de connivencia institucional, ya evidente, es reiterado en el informe Casey: todos lo sabían. La policía, en concreto, lo sabía. Se culpaba a las víctimas, o incluso se las arrestaba: en un conocido incidente, un padre llegó a la casa donde su hija estaba siendo violada, llamó a la policía y más tarde fue arrestado. En otros incidentes, las chiquillas presentaban denuncias solo para enseguida ser contactadas por sus violadores con amenazas: hechos muy sugerentes de la corrupción policial. Un agente en Rotherham le dijo a un padre desesperado que la ciudad “estallaría” si se destapaban los delitos; otro, según el informe Jay de 2014, admitió que estas atrocidades han sido constantes por 30 años, pero “tratándose de asiáticos, no podemos permitirnos que esto emerja”.
Los centros de acogida también lo sabían. Una cría de Bradford denunció en 2014 que el centro en el que debería haber encontrado protección y sosiego no sólo hizo la vista gorda — cuando los hombres que la violaron y prostituyeron llegaban a las afueras del centro, el personal le decía que “saliera a verlos”. Los ayuntamientos también lo sabían: Birmingham encubrió denuncias de niñas bajo tutela del estado que habían sido violadas y víctimas de trata hace 30 años. En Oldham, el conocido cabecilla de una banda de violadores fue nombrado "trabajador social" después de que una cría ya hubiera presentado la denuncia contra él. ¿Cuántos profesores lo sabían? Si hemos de creer a Dominic Cummings, el Departamento de Educación lo sabía.
La verdad es que estas bandas son un monstruo de Frankenstein, urdidas en el sector público y blindado por sus dogmas operativos. Todos los estímulos de nuestras instituciones modernas tendían al encubrimiento de sus delitos — desde la caridad fría y el fariseísmo mal aplicado sobre la “autonomía”, que permitía a las adolescentes con problemas ir y venir de los centros de menores a sus violadores, hasta la obsesión policial con las “relaciones comunitarias”, ese retoño espurio del multiculturalismo y la actividad policial por consentimiento, hasta el ímpetu nacional en el "multiculturalismo" y el desprecio reflexivo por la clase obrera blanca.
Todos querían que las bandas de violadores pakistaníes fueran un dislate racista. La “diversidad” y un sector público magno y costosísimo son pilares fundamentales de todo el contrato social británico moderno. A decir verdad, no solo la izquierda: la diferencia de connivencia entre el Partido Laborista y los demás partidos principales es una cuestión de grado, no de tipo.
Ahora, en cambio, es sobre todo el Partido Laborista, el partido de la diversidad y del sector público, el que está en una posición dramática de tener que probar — con vehemencia y celeridad y ante un electorado enfadado y amotinado — que dichas pilares de la “Gran Bretaña moderna” podrán mantenerse, sin que esto de modo necesario se produzca a expensas de las crías de la clase obrera apaleadas.
¿Funcionará? En cuanto a la investigación, Cooper ha prometido una iniciativa dirigida a nivel nacional que obligará a los funcionarios locales recalcitrantes a dejar de encubrir fallas. Y quién sabe, puede que esta vez sea diferente. Pero la investigación Grenfell dedicó siete años y £177 millones para contarnos lo que ya sabíamos sobre las malas burocracias, solo para recomendar una solución compuesta de más burocracia.
Como concluyó una investigación pública sobre investigaciones públicas llevada a cabo por la Cámara de los Lores en 2024, las recomendaciones la mayoría de las veces no se implementan. No es de extrañar que la ciudadanía venga a verlo como una forma cara y tarda de dar largas al asunto.
E incluso si esta vez es diferente, no está claro si la batería de medidas anunciadas por Cooper será suficiente para convencer a la sociedad de que la respuesta laborista pasó de una postergación patológica del proceso a algo semejante a la acción. Sospecho que muy pocas lo lograrían, salvo una especie de radicalidad sin límites del todo ausente en las políticas convencionales. Ahora bien, si bien todo conduce a que esta es una problemática irresoluble dentro de los términos del sistema existente, los Laboristas todavía parecen estar aferrándose con desespero a esos términos existentes.
Presenciamos la insistencia de Cooper de que de lo que estamos hablando aquí es de la “depravación de una minoría” y que esto no debe utilizarse para “marginar a comunidades enteras”. Mientras tanto, todo lo que sabemos sobre las culturas de clanes frente a las culturas individualistas anglófonas, sugiere que la responsabilidad colectiva es, en efecto, la respuesta correcta. Si resulta que la única manera de enfrentarse al problema es “marginar a comunidades enteras”, ¿estaría el Partido Laborista dispuesto a restaurar la confianza en el sistema al hacerlo, en realidad? Con seguridad contestará que no.
Aún más impensable, para todos los partidos principales, es que el alcance de la corrupción institucional sugiere que verdaderamente abordar estas deficiencias sistémicas requeriría más que nuevos procedimientos o poner a los pies de los caballos a un puñado de funcionarios de rango medio. De hecho, requeriría arrasar con todas las instituciones, ideologías, prescripciones y dogmas de la clase gobernante que trató la explotación de decenas de miles de chiquillas blancas de clase obrera como un daño colateral aceptable en la construcción de la “Gran Bretaña moderna”.
Pero nada en el discurso de Cooper de hoy dio indicios de la disposición de tocar estas bases sagradas. En cambio, las declaraciones del Partido Laborista equivalen a una nueva operación de limpieza en nombre del régimen de la gran diversidad y de un sector público más grande, que solo busca rascar la evidencia más escandalosa de su incapacidad para proteger lo que fue fundado para servir. Con señales emergentes de esta parálisis, un número cada vez mayor de ciudadanos empiezan a preguntarse si el cambio que necesitamos es de un tipo más fundamental.