La antropología de las bandas de grooming.
A casi todas las sociedades no les importó lo que le hicieron a los de afuera.
Ando algo o rayada y flipada con este artículo, que como poco es peculiar.
By Charles Cornish-Dale | 23 June, 2025
The anthropology of grooming gangs. Most societies have never cared what they did to outsiders
“La antropología de las bandas de grooming.”
A casi todas las sociedades no les importó lo que le hicieron a los foráneos.
En medio de la descomunal indignación por el Informe Casey sobre las bandas de grooming en Gran Bretaña, sensaciones en común emergieron. Muchos están furiosos, con razón, pero del mismo modo perplejos. Una cosa de la que me he dado cuenta es que mucha gente dice en Twitter: “¿Por qué nadie en la comunidad pakistaní dijo algo?”. Lleva pasando décadas. ¿Por qué esposas, madres, hijas, hermanas y tías —sin olvidar a padres, hermanos, hijos y tíos— no solo se quedaron de brazos cruzados sin hacer nada sino que conchabaron con significación activa para encubrir y excusar las violaciones, los abusos e incluso el asesinato de niñas, sólo por ser blancas y británicas?
He leído distintas explicaciones dadas, desde la peculiaridad del matrimonio entre primos entre los asiáticos del sur hasta ciertas doctrinas del Corán, como la reprobable “lo que la mano derecha posee”, que justificaría, en términos muy claros, la aceptación de esclavas sexuales de entre las mujeres de los grupos no musulmanes.
Seguro que hay algo de cierto en todas estas insinuaciones. Pero también es fácil olvidar un hecho antropológico muy simple en la disputa por entenderlo. Es un hecho inquietante. Esto meramente es lo que la gente hace y siempre ha hecho. Es hasta normal. Al esperar que la gente actué de otra manera, somos la excepción, la singularidad — no ellos.
Para la gran mayoría de la historia de la humanidad, en la gran mayoría de las sociedades humanas, los individuos no han tenido ninguna obligación hacia el grupo externo — con cualquiera que no pertenezca a la tribu, por decirlo así. Y lo digo de verdad: ninguna obligación bajo ninguna circunstancia. No tienes que ayudar a otros si no son de tu tribu. No tienes que ser cordial con ellos. Cualquier cosa que tengas que hacer por tus padres, hermanos y compañeros de clan, por el hecho de ser tus padres, hermanos y compañeros de clan, las tires por la ventana cuando un alguien foráneo aparece, por sorpresa, en tu shabono (que es una cabaña típica de los pueblos yanomamis de la Amazonia, a todo esto).
Es más, en muchas sociedades a lo largo de la historia, timar y, en general, ser más ingenioso que los miembros de otras tribus ha sido elevado a una forma de arte y se ha considerado algo admirable y que se aplaude, sobre todo si estamos hablando acerca de competencia arraigada, como esos hombres del otro lado del río que llevan su pelo o sus eslingas de pene en el lado opuesto o se pintan la cara de blanco en vez de amarillo.
Como ducho antropólogo, sé que esto es algo que mis colegas solía aprender bastante pronto en sus encuentros con otras tribus (hoy en día, la mayoría de los antropólogos se quedan mucho más cerca de casa y estudian temas como las compañías teatrales de refugiados y activistas del proxenetismo, tribus con las que comparten una afinidad todavía más íntima). Puede que el ejemplo más célebre de este proceso de aprendizaje proceda de Los Nuer (1940) de E. Evans-Pritchard, un estudio sobre un grupo de pastores seminómadas nilóticos que deambulaban por Sudán del Sur con su ganado.
Al regresar a Nuerland en 1931, tras un intento fallido de contacto con las cosas del año anterior, Evans-Pritchard al final llegó, con la ayuda de la misión estadounidense en Nasser, a un campamento ganadero en el río Nyading. Allí, el católico de buenas maneras, educado en Oxford, descubrió muy pronto que a los pastores locales no les apetecía cargar con sus maletas ni responder a sus preguntas sobre su estructura social.
Escribe: “El Nuer es un experto en sabotear una investigación y hasta que uno no haya permanecido con ellos durante algunas semanas, obstaculizará con fuerza todos los esfuerzos para obtener los hechos más simples y dilucidar las prácticas más inocentes”.
Evans-Pritchard da un ejemplo vívido de esta conducta de “parálisis”, en la forma de un diálogo típico entre él y un hombre Nuer llamado Cuol.
I: ¿Quién eres?
Cuol: Un hombre.
I: ¿Cómo te llamas?
Cuol: ¿Quieres saber mi nombre?
I: Sí.
Cuol: ¿Quieres saber mi nombre?
I: Sí, has venido a visitarme a mi tienda y me gustaría saber quién eres.
Cuol: Entendido. Soy Cuol, ¿cómo te llamas?
I: Me llamo Pritchard.
Cuol: ¿Cómo se llama tu padre?
I: Mi padre también se llama Pritchard.
Cuol: No, eso no puede ser verdad. No puedes tener el mismo nombre que tu padre.
I: Es el nombre de mi estirpe. ¿Cómo se llama tu linaje?
Cuol: ¿Quieres saber el nombre de mi linaje?
I: Sí.
Cuol: ¿Qué harás con él si te lo cuento? ¿Vas a llevártelo a tu país?
I: No quiero hacer nada con eso. Solo quiero saberlo, ya que vivo en tu campamento.
Cuol: Ah, vale, somos Lou.
I: No pregunté el nombre de tu tribu. Lo sé. Te pregunto el nombre de tu linaje.
Cuol: ¿Por qué quieres saber el nombre de mi linaje?
I: No quiero saberlo.
Cuol: ¿Entonces por qué me lo preguntas? Dame un poco de tabaco.
Evans-Pritchard llamó a este exasperante juego y a sus efectos en su estado anímico “Nuerosis”. Graciosísimo. “He logrado en Zandeland [otra zona donde realizó trabajo de campo] más información en pocos días que en Nuerland en cuatro semanas”, añade.
El antropólogo solo era tratado con cierto respeto y sus preguntas respondidas de buena fe cuando empezó a ser un miembro de la comunidad y a ser “aceptado como tal”. Esto coincidió con la compra de “algo de ganado”, el bien más preciado que un hombre Nuer podía tener y el idioma a través del cual se entendía cada aspecto de la vida Nuer.
Aquí hay una cuestión muy seria. Lo que Evans-Pritchard descubrió, en su encuentro con esta gente tan singular, fue que incluso sus suposiciones sobre la socialización y las obligaciones básicas de los individuos entre sí —el compromiso de hablar con la verdad ante todo— no eran en absoluto elementales. Los Nuer no sentían la obligación ante él, como alguien de afuera, de no mentir. A menos que, en su caso, eso le permitiera hacerse con tabaco u otras cosillas occidentales útiles, e incluso entonces Evans-Pritchard le resultaba bastante difícil saber si realmente decían la verdad y no solo le estaban vendiendo la moto para lograr lo que querían.
Uno de los grandes cuentos con moraleja de la antropología es la de la antropóloga estadounidense Margaret Mead. Mead viajó a Samoa en los años 20 y describió en su libro “La llegada a la madurez en Samoa” una sociedad enteramente libre de los tabúes sexuales del mundo occidental, para su gran beneficio. El libro cautivó al público occidental y pareció proponer una alternativa feliz a nuestros dañinos complejos y manías, un mundo de festivo amor y sexo sin culpa ni vergüenza — hasta que décadas después Derek Freeman dejó ver que los colaboradores de Mead le habían mentido de modo sistemático sobre su vida sexual por ser foránea y mujer. Todo fue un sueño. La Samoa de Mead no existía y nunca existió.
Los críticos del liberalismo y el multiculturalismo, sobre todo los del abanico posmoderno, los ven como una clase de imperialismo occidental, sin negar que son tales. Tienen razón. Presentados como marcos políticos neutrales e interpretativos que toleran a la gran multitud de pueblos del mundo convivir con dicha y “ser quienes realmente son” en paz y armonía, el liberalismo y el multiculturalismo no son nada de eso. Trafican en los valores, y no menos importante un compromiso con el universalismo moral, con el individuo sobre el grupo, con la ley sobre la costumbre, que son del todo parciales en su origen y fuerza, y a los que la inmensa mayoría de las personas a lo largo de la historia no se han suscrito y seguro no podrían hacerlo ni aunque quisieran.
El experimento multicultural impuesto a Gran Bretaña y a otros países occidentales por sus clases dirigentes no es un encuentro genuino con el Otro. Es una quimera resbaladiza, un delirio de la humanidad que compartimos que termina en desgracia. Nos han dicho que estas personas son iguales a nosotros, aunque tengan un color de piel diferente y adoren a un dios distinto — pero no. Cuán diferente es una lección que nuestros dirigentes todavía tienen que aprender, si por casualidad, se molestan en aprenderla, pero una lección que decenas de miles de chiquillas blancas jamás podrán olvidar.