Cómo #MeToo (#YoTambién) ha puesto de manifiesto la brecha esencial dentro del feminismo actual.
No es una división generacional, sino de una división entre dos visiones antagónicas del feminismo — social e individualista.
Esto es entrismo en el feminismo, el que llevan a cabo mujeres como Moira Donegan que desde su atalaya mediática nos bombardea con troyanos de medio pelo. Mientras estas trileras y topos hacen el caldo gordo con estas tramas, con su juego de manos, con esa mano a la que nos hacen mirar es el cebo para hacer el truco con la otra mano, pues bajo el paraguas de diversidad, inclusión, empatía, altruismo, “sororidad” y “empoderamiento” se solapa el buenismo más siniestro y surge lo que es el ataque más táctico que en nuestros días sufre el feminismo a manos de mujeres. Mientras esto sucede, compañeras de batallas se dedican a difamar, cancelar y a poner en la diana a feministas que no comulgan con ruedas de molino, tales como el islam fusionando este con raza e inmigración. Igual que con la ideología de las identidades de género, ahora tenemos la misma inserción dentro del feminismo con un fundamentalismo que nos desdibuja, nos rompe y desvincula como movimiento y nos hace tan pequeñas que no lo hay menor ni igual hasta hacernos desaparecer. Lo dijo Celia Amorós “Si conceptualizamos mal, politizamos mal”. Pero ese es otro tema, ¿no?
Sin más rodeos, la idea es traducir sobre #MeToo, digamos que no soy simpatizante. Puede tener buena intención pero cuando la violencia sexual se convierte en un circo de poca monta, la buena intención sale por la ventana y lo que queda es superficialidad, frivolidad y vaivenes que ventosean con frecuencia. Buscando artículos a favor y en contra me topé con el siguiente bodrio, es de la caterva posmolerda incondicional de los feminismoS con todas sus perlas neoliberales, vamos, que es un epítome woke. Es tan desatinado que habla de la violencia estructural en relación a nuestro sexo e incluye a los hombres que se declaran mujeres que construyen su identidad con nuestra opresión, con ese sexismo que Donegan insta a liquidar. Intentar que vea la incongruencia es como cuadrar el círculo. Y no es una mera jugarreta de alguien que suele aleccionar en sus artículos sobre la solidaridad, simplemente es una falacia, está petado de falsedad, mentira, calumnia, doblez, ardid y argucia.
Por cierto, el doble rasero de Moira Donegan es archiconocido, si bien alienta a las demás a denunciar, para ella no lo aplica. Publicó un texto, según ella “privado”, en el que marcaba a hombres del sector editorial que habían acosado o agredido a mujeres. Su publicación se hizo viral y lo borró en un periquete pero ya había corrido como la pólvora y donde dije digo, digo Diego. Le cayó un buen puro por la falta de pruebas que respaldaran la mayoría de sus acusaciones. Sí, primero, anima a que las mujeres hagan público haber sido víctima de acoso sexual y, segundo, denuncien a su victimario. Si bien ella fue por lo privado para llegar a un acuerdo en el que salía a pagar. Pagó a Stephen Elliott. “Also Moira Donegan: She made the "Shitty Media Men" list and paid a six-figure settlement to Stephen Elliott over it after he sued her.” Lo resolvió extrajudicialmente. Salió a pagar una buena suma. Parece que ella es de las “privilegiadas” (así tilda ella a las mujeres que no son de su cuerda) que se lo pueden permitir.
Al lío.
By Moira Donegan | 11 May 2018.
“Cómo #MeToo (#YoTambién) ha puesto de manifiesto la brecha esencial dentro del feminismo actual.”
No es una división generacional, sino de una división entre dos visiones antagónicas del feminismo — social e individualista.
Cuando empezó en serio el movimiento #MeToo el pasado octubre, muchas mujeres se sintieron optimistas y motivadas; otras se sintieron incómodas. A medida que las historias de abuso y acoso se amontonaban en los medios, los hombres empezaron a sufrir consecuencias de su trato a las mujeres. Algunos perdieron sus trabajos, otros fueron destituidos, muchos afrontaron el escarnio público. Las carreras de hombres como el productor de Hollywood y manifiesto violador Harvey Weinstein, el cómico pajillero Louis CK y el actor depredador Kevin Spacey fueron dados por muertos. Otros, como el sobón chef Mario Batali, se alejaron por algún tiempo de su vida pública. La hora de la verdad parecía estar en marcha, y muchas mujeres sentían que ya era hora.
En los medios de comunicación y en la vida privada, surgieron las conversaciones acerca del consentimiento, los entornos hostiles y el poder, y un reconocimiento cada vez mayor de que las insinuaciones sexuales no deseadas de un hombre era un síntoma de fuerzas sociales y políticas más profundas. Pronto, estas discusiones fueron reprimidas por las lamentaciones y la ira de los comentaristas varones —desde el columnista conservador Andrew Sullivan hasta Donald Trump— que decían que el movimiento había ido demasiado lejos antes de que realmente comenzara. Pero también afloraron divergencias inesperadas entre las feministas. Algunas feministas pidieron cautela; otras querían que el ajuste de cuentas fuera más lejos. Pero la queja más frecuente sobre #MeToo provino de quienes consideraron que todo el movimiento se había vuelto en muy poco tiempo grotesco.
Autodenominadas feministas como Daphne Merkin y Bari Weiss en el New York Times, Katie Roiphe en Harper's, Germaine Greer en el Sydney Morning Herald y 100 mujeres francesas en Le Monde se quejaron de que muchos de los incidentes de acoso eran demasiado insignificantes como para justificar o merecer el oprobio. Argumentaron que al agrupar en una escala tan amplia la conducta inapropiada sexual, #MeToo había perdido una pizca de sutileza. Llamaron a las mujeres a ser más fuertes. ¿Qué pasó con las negativas sin ambigüedades?, preguntaron. Quienes se quejaron por el acoso y la agresión, escribió Merkin, “se autoperciben tan frágiles como las amas de casa victorianas”. Bajo esta lógica, las mujeres podrían resolver el problema del acoso y la agresión sexual con buen humor, paciencia y una gran tolerancia al dolor.
Este desacuerdo en poco tiempo se caracterizó en los medios como generacional. Se nos decía que las feministas mayores —digamos, cualquiera mayor de 40— eran siniestramente cómplices, ridículamente trasnochadas o no se atrevían a extralimitarse. Las más jóvenes, según a quién se les preguntara, eran o bien vehementes con convicciones, o inocentemente idealistas, o bien con sed de venganza. En parte, esta idea de una división generacional procedía de las feministas detractoras y de las partidarias del #MeToo. En Harper's, Roiphe desairó el #MeToo como “feminismo de Twitter”, dando la sensación de que solo las millennials narcisistas y obsesionadas con las redes sociales quieren una reparación por las agresiones sexuales. En su artículo criticando el camino que tomaba #MeToo, Bari Weiss enfatizó la juventud e ingenuidad de una mujer anónima que acusó al cómico Aziz Ansari.
Mientras tanto, la website feminista Jezebel, cuyas lectoras y escritoras son en su mayoría jóvenes, publicó un artículo titulado “Las críticas al #MeToo es la segunda ola del feminismo”, señalando de una manera vaga a una quinta torpe de intelectuales feministas de más edad, pero sin vincularse mucho con los logros y fracasos reales de esas intelectuales. Cada lado utilizó estereotipos de edad, con diferentes niveles de cinismo — las mayores eran unas carrozas o estaban fuera de onda, las jóvenes egoístas o niñas mimadas. Ninguno de estas coletillas parecía interesarse por el hecho de que las mujeres que denunciaban abusos sexuales eran tanto jóvenes como mayores. Las detractoras feministas del #MeToo también pertenecen a generaciones diferentes. Con 32 años, Weiss es lo suficientemente joven como para ser la hija de Merkin o la nieta de Greer.
El movimiento #MeToo y su reacción negativa dejaron claro que efectivamente existía una división entre feministas, pero el análisis de dicha división se proyectó como una mera rencilla, o una trifulca entre agotadas madres e hijas adolescentes. La implicación era que el debate feminista que se desarrolla en torno a #MeToo era una especie de lío doméstico corriente, algo que hemos visto antes.
Esto es un error. Echando un vistazo más de cerca a los argumentos de estos dos bandos revela una brecha intelectual más profunda y espinosa. Lo que en verdad está en juego es que el feminismo ha llegado a contener dos concepciones distintas del sexismo y dos ideas muy diferentes, en muchos casos incompatibles, sobre cómo debería resolverse ese problema. Un planteamiento es individualista, práctico, basado en ideales del pragmatismo, realismo y autosuficiencia. El otro es abierto, comunitario, idealista y se basa en los ideales del interés común y la solidaridad. El choque entre estos dos tipos de feminismo ha quedado del todo al descubierto por el #MeToo, pero la crisis es el resultado de cambios en el pensamiento feminista que existen desde hace varias décadas.
La afirmación principal de las feministas anti-#MeToo es que el movimiento no trata a cada mujer como sujeto moral o con libre albedrío con la capacidad de decir no, disfrutar y tener sexo, y obrar mal. Desde esta configuración, las mujeres que dan el paso para denunciar sus experiencias de acoso o agresión deberían asumir en muchos casos una mayor responsabilidad por dichas experiencias de la que les asigna la retórica de #MeToo. Esta idea comparte una larga tradición moral — altamente compatible con el capitalismo — en la que la responsabilidad personal, la independencia y la disposición para resistir a las dificultades son reverenciadas como virtudes en particular valiosas.
Es una filosofía de salir adelante por sus propios medios — de la pobreza a la prosperidad o, en la tesis de las feministas anti-#MeToo, del victimismo “femenino” a la fuerza “masculina”. Creen que la ubicuidad del acoso sexual hace pensar que es inevitable, y que la mejor respuesta no es la ira, sino la determinación. El suyo es un feminismo que postula que cada mujer tiene el poder de tomar decisiones para reducir el impacto negativo del sexismo y aguantar cualquier desagradable incidente sexista que no se puede eludir — al menos que tengan las agallas para manejarlo.
Por otro lado, está el movimiento #MeToo. Podría parecer raro decir que se puede hablar de #MeToo como una ideología en realidad — que este momento cultural, que ha expuesto un amplio abanico de mala conducta en tantas industrias y disciplinas, podría ser lo bastante coherente como para tener una agenda. Pero #MeToo, como movimiento social y como acción personal, hace ciertas hipótesis que no son compatibles con los hábitos intelectuales de la mayoría de los feminismos principales que lo han precedido. Al decir “yo también”, cada mujer se hace parte de un grupo más amplio y escogemos respaldar a otras que han sido acosadas, agredidas o violadas. Esta solidaridad es poderosa. Todavía es extraño ver a un grupo tan grande de mujeres identificando su sufrimiento como el sufrimiento de las mujeres, diciendo que todas han sido afectadas por las mismas fuerzas del sexismo y exigiendo juntas que esas fuerzas sean derrotadas.
A este respecto, la diversidad y la magnitud del movimiento #MeToo no es una debilidad, sino una fortaleza. A fin de cuentas, si tantas mujeres, con vidas muy diferentes, han experimentado el mismo comportamiento sexista por parte de los hombres, entonces resulta más fácil creer que el problema va más allá de los individuos y, en su lugar, se relaciona con fuerzas culturales más amplias. La omnipresencia del acoso sexual significa que un individuo no puede impedirlo tan sólo tomando las decisiones correctas o armándose de una firme determinación; exigirle que lo haga empieza a parecer absurdo.
Digamos, en consecuencia, un conflicto entre los feminismos “individualista” y “social”. En parte, la brecha está en las visiones de cómo comprender el proyecto feminista y qué tácticas son las mejores: si a través del empoderamiento individual o la liberación colectiva. Pero hay una mayor división moral entre estas dos líneas de pensamiento, ya que #MeToo y sus críticas también discrepan sobre dónde situar la responsabilidad del abuso sexual: si es responsabilidad de la mujer manejar, resistir y superar la misoginia con la que se topa, o si es responsabilidad compartida de cada uno de nosotras terminar con el sexismo para que ella nunca se encuentre con él, en primer lugar.
Esta tensión, entre los feminismos individualistas y sociales, ha acompañado al movimiento de las mujeres desde su resurgimiento a mediados del siglo XX. Según el modelo individualista del feminismo, la responsabilidad personal, las libertades individuales y los ajustes psicológicos ofrecen a la mujer relevantes vías de salida del sufrimiento impuesto por el patriarcado y hacia la igualdad con los hombres. Muchas de las feministas occidentales más famosas han estado trabajando en esta condición. Por ejemplo, Betty Friedan, autora del muy influyente libro feminista de la de los años 60 La mística de la feminidad (The Feminine Mystique), argumentó que los códigos culturales sexistas evitan que las mujeres logren la felicidad personal. Friedan, graduada en psicología, se centró en la vida interior de las mujeres blancas, estadounidenses y de clase media a mediados de siglo. Más recientemente, el feminismo individualista encontró una destacada defensora cuando Sheryl Sandberg, directora operativa de Facebook, publicó su manifiesto llamado Vayamos adelante (Lean in), en 2013. Sandberg lamenta la ausencia de mujeres en puestos de liderazgo, y su publicación es una guía para mujeres con elevadas ambiciones empresariales.
El feminismo social tiene una historia similar, si bien menos conocida. Poco después de que el libro de Friedan se convirtiera en un bestseller, feministas italianas como Leopoldina Fortunati y Silvia Federici abordaron otra forma de distinguir los problemas que enfrentaban las mujeres. Como marxistas, buscaban analizar cómo los hombres, como clase, se relacionaban con las mujeres como clase. Les interesaban menos las ideas de empoderamiento y realización personal que la división del trabajo, las condiciones de vida y el dinero contante y sonante. Decían que el llamado “trabajo de mujeres” —desde limpiar suelos hasta vendar heridas, amamantar, cocinar, prostituirse, colada y atender a los ancianos— no sólo debía considerarse trabajo, sino esencial para el sistema capitalista de trabajo asalariado. Si los hombres no tuvieran estas funciones desempeñadas en casa, argumentaban estas mujeres, no podrían volver al trabajo y producir eficazmente. El trabajo de los varones en la fábrica dependía del trabajo de las mujeres en casa.
Cuando la campaña de Federici, “Salarios para el trabajo doméstico”, se presentó en 1972, generó un intenso debate público — primero en Italia y luego en Estados Unidos, después de que Federici se mudara a Nueva York y abriera una oficina de “Salarios para el trabajo doméstico” en Brooklyn. Las principales corrientes políticas consideraron disparatada la idea de Federici. ¿Podría en serio querer decir que una mujer debe ser remunerada por limpiar suelos en la casa de su marido? Pero el movimiento se apoyaba en la interpretación de que un salario era necesario para que el trabajo fuera visto como trabajo y para que quienes lo realizaban fueran vistas como merecedoras de dignidad y que merecen protección. Más una estratagema retórica que una apremiante recomendación política, la demanda de “salarios para el trabajo doméstico” se basaba en una concepción de las mujeres como una “clase” en el mismo sentido que una clase obrera — un grupo de gente con algo en común que podía organizarse en nombre de sus intereses compartidos.
El movimiento “Salario para el Trabajo Doméstico” quedó en nada, pero su influencia ha pervivido en campañas por la justicia racial, los derechos homosexuales, el derecho a la vivienda y los derechos del sistema prostituyente (lo llama “sex workers’ rights”). Tras el movimiento “Salario para el Trabajo Doméstico” estaba la idea de que la opresión de las mujeres era generalizada, que tenía rasgos comunes incluso entre mujeres con vidas muy diferentes, y que era más que una simple experiencia personal — era un fenómeno político. Pero dado que el sexismo pega con fuerza a tanta gente, eso también significó que existía una comunidad de mujeres que podían ayudarse unas a otras. Quienes padecen opresión sexista pueden unirse para acabar con ella.
Algo parecido está en juego en las declaraciones de #MeToo de que el acoso y la agresión sexual son sistémicos y que las mujeres pueden unirse para exigir su fin. Mientras que feministas individualistas como Friedan y Sandberg han examinado el problema del sexismo acercándose a la psique y las actitudes de las mujeres, Salarios para el Trabajo Doméstico se ha alejado para examinar cómo las mujeres fueron oprimidas por las fuerzas económicas del capitalismo. #MeToo tiene un punto de vista menos ideológico y más puntual en su análisis del patriarcado. Con todo, su gesto parte de la creencia de que la misoginia es estructural y que las mujeres compartimos el interés de luchar contra ella.
Esto no significa que #MeToo trata las experiencias de todas las mujeres de la misma manera. El movimiento ha incluido historias de mujeres de diferentes razas, orientaciones y religiones. Ha acercado testimonios de mujeres ricas y pobres, sanas y crónicamente enfermas, tanto de mujeres como de individuos que se declaran trans, famosas y anónimas. Esta diversidad ha llevado a que cada vez se reconozca más que la misoginia adopta diferentes formas y que no todas las mujeres tienen acceso a las mismas herramientas para mitigarla.
En todo su esplendor, el feminismo social de #MeToo ha tenido gran influencia de académicas feministas negras estadounidenses como Kimberlé Crenshaw, cuyo trabajo busca confrontar la naturaleza combinada del racismo y el sexismo en las vidas de las negras, y analizar cómo, para quienes experimentan tanto racismo como sexismo, los fenómenos no se perciben distintos para nada. En su artículo legal de 1989 Desmarginalizar la intersección de raza y sexo (Demarginalizing the Intersection of Race and Sex), Crenshaw hizo un llamado a una nueva manera de concebir la opresión a la que se refirió como “interseccionalidad”. En pocas palabras, esto significaba considerar las formas en que la opresión se ve diferente para diferente gente, y cómo las personas experimentan la opresión a lo largo de más de un eje a la vez.
En la práctica, el enfoque de Crenshaw sugiere que un movimiento efectivo contra la opresión patriarcal también debe confrontar otras desigualdades sistémicas — las que dotan de un poder y barbarie a las experiencias de sexismo de muchas mujeres.
La interseccionalidad le ha dado a #MeToo una comprensión más grande del acoso y la agresión sexual. El gesto de decir “yo también” implica solidaridad con todas las mujeres que han tenido estas experiencias, pero la forma que ha tomado el movimiento también ha permitido que sea una declaración específica y personal, y que estos testimonios proceden de mujeres con diferentes historias y en diferentes circunstancias. Por cada feminista anti-#MeToo que pregunta con desdén: “¿Por qué no te largaste y ya?”, ha habido docenas de mujeres explicando las circunstancias de sus vidas que debidamente bloqueó la puerta. Con frecuencia, estas historias de forma dolorosa han dejado claro que no todas pueden comprometer su trabajo con un “no” firme y contundente a un jefe o colega aficionado a tocar de manera lasciva, que no todas pueden recurrir a tomar un taxi a prisa; que no todas tienen los privilegios que facilitan proceder de las maneras que las feministas individualistas tan a menudo prescriben.
La garrafal cantidad de testimonios de #MeToo ha reivindicado las teorías del sexismo como una fuerza universal, pero no uniforme — es decir, como algo que toda mujer experimentará, pero que cada mujer sobrellevará de diferentes maneras. Pero en su solidaridad, su gesto público de mujeres uniéndose para exigir el fin del acoso y la agresión, el movimiento también sigue la tradición de la conciencia de clase de las mujeres, la unidad y la necesidad de confrontación con la injusticia sistémica. Llamémoslo el “también” del #MeToo: el acuerdo de que la liberación cargada de significado de la misoginia solo se logrará colectivamente, con cambios a nivel estructural, cultural e institucional. El feminismo social no aspira a hacer posible que unas pocas mujeres ganen posiciones de poder en los sistemas patriarcales. No se trata de darles a las mujeres “un puesto en la mesa”. Va sobre desensamblar la mesa para que podamos construir una nueva juntas.
Esta no es una simple propuesta. Como planteamiento, el feminismo social tiene vicios, si bien sus puntos flacos más característicos no son los que las críticas más sobresaliente del #MeToo optan por abordar. El verdadero inconveniente del feminismo social no es que insta a las mujeres a ser susceptibles con las molestias, sino su amplitud. Instar a la unidad de las mujeres puede dejar pasar el tipo de dolor y conflicto que puede hallarse entre ellas. Al fin y al cabo, ¿a quiénes nos referimos cuando hablamos de “mujeres”? ¿Qué experiencias o condiciones, propiamente dichas, identificamos como comunes a todas las mujeres? Es difícil generalizar sobre tantísima gente a la vez, y las cuestiones de injusticia, desigualdad y privilegio suponen que al hacerlo corremos el riesgo de hacer caso omiso a las diferencias vitales. Las mujeres son un grupo variado y se tropiezan con opresiones cruzadas que no son creación exclusiva del patriarcado: racismo, clasismo, capacidad y sexualidad.
En muchos casos, estas opresiones son reforzadas por otras mujeres. Hay una gran brecha que separa a las mujeres entre sí: brechas de racismo y dinero, de colonialismo, intolerancia, de historia, de resentimiento, de estar a la defensiva, de desconocimiento y dolor. Puede ser muy difícil vernos unas a las otras a través de dichas brechas.
#MeToo, con todo, ha dejado claro que la solidaridad entre mujeres es posible. La definición práctica de “mujeres”, tal como la ha construido #MeToo, puede ser comprendida de un modo sencillo: como cualquier persona que ha sufrido la misoginia. Es una clase de solidaridad amarga, esta aceptación del sufrimiento compartido. Pero #MeToo ha transformado esa triste aceptación en algo mucho más esperanzador. Si bien el movimiento #MeToo ha impulsado a muchas mujeres a centrarse en el comportamiento misógino con duelo e ira integradora, también las ha llevado a plantearse sobre nuestro poder compartido y visión conjunta para un mundo diferente. Cuando las feministas sociales de #MeToo requieren cambios que harían que el acoso, la agresión y otras formas de misoginia sean excepcionales, el hecho mismo de utopía colectiva hace que ese mundo sea más posible: cuanto más nos unamos en esta demanda, más fácil será imaginar un mundo donde el respeto sea normal, donde la crueldad sea excepcional, donde todas pensemos con más empatía e inteligencia sobre las vidas de los demás y donde ser mujeres no nos condene al sufrimiento ni a la limitación.
Una vez más, este es un viejo debate: si el objetivo del feminismo debería ser transformar la sociedad o preparar mejor a las mujeres para desenvolverse en ella. Pero, ¿por qué, entonces, se ha enmarcado este choque como generacional, cuando es evidente que las dos visiones del feminismo han estado luchando durante años? Parte de ello, por supuesto, se debe al edadismo y a la apatía — la tendencia reflexiva a presumir que las mayores son demasiado cobardes y las jóvenes demasiado irresponsables. Y está la idea, propia del feminismo entre todas las demás corrientes del pensamiento político, de que el feminismo es un movimiento social que debe tener lugar en “olas” discretas, coherentes y temporales.
Pero otra razón por la que #MeToo se ha enmarcado como un conflicto generacional es que las feministas individualistas críticas del anti-#MeToo han encuadrado su propia resistencia al movimiento como asentado en el conocimiento, el realismo y, sobre todo, la madurez. Para ellas, el hablar sobre un nuevo mundo reimaginado y recreado suena irremediablemente ingenuo. Daphne Merkin resumió el tenor del análisis anti-#MeToo en su artículo en el New York Times, cuando escribió a las mujeres que se denunciaban: “Maduren, esto es la vida real”.
Esta es una creencia frecuente, pero aun así muy extraña: que el paradigma de la madurez y la fortaleza personal reside en la resignada aceptación de que el mundo no puede ser mejor de lo que es, de que no podemos ser más respetuosos los unos con los otros, de que los derechos de los hombres, la vulgaridad y la depredación son permanentes e inmutables y hay que soportarlos. Es una concepción grotesca de la fortaleza, que desestima como debilidad infantil cualquier exigencia de un mundo mejor, cualquier esperanza de que las cosas algún día puedan ser diferentes. Hay una forma de pensar que hace que este planteamiento de las feministas anti-#MeToo parezca sólido y pragmático. Pero hay otra forma de pensar que lo hace parecer bastante doliente.
En su libro Trauma y recuperación (Trauma and recovery), sobre el tratamiento de víctimas de violación y otros pacientes de psiquiatría que han sido objeto de abusos horribles, la profesora asociada de psiquiatría clínica en la Facultad de Medicina de Harvard Judith Herman escribe acerca de la tentación de simpatizar con el abusador de un paciente. “Es muy tentador ponerse del lado del agresor”, escribe. “Todo lo que el agresor pide es que el testigo no haga nada. Apela al deseo universal de no veas ningún mal, no escuches ningún mal, no hables mal. La víctima, por el contrario, le pide al testigo compartir la responsabilidad del dolor”. Algo parecido podría funcionar mediante el deseo de las feministas anti-#MeToo de abogar por un feminismo individualista. Su invitación a simpatizar más con los agresores sexuales y a responsabilizar en mayor medida por esas agresiones a las decisiones de las mujeres que las sufren forma parte de un esfuerzo por no sentirse implicadas en el sufrimiento ajeno, por no compartir esa carga de dolor. El #MeToo contando con lo que ha provocado nos ha dado a todos una información que preferiríamos no saber — información de lo normal que son algunas cosas aterradoras, de lo mucho que hemos sufrido algunas de nosotras. Las feministas anti-#MeToo del mundo no son las únicas que se sienten tentadas a mirar hacia otro lado. Os pido que no lo hagáis.